lunes, 31 de octubre de 2016

Una noche de Halloween

Había sido un día agotador y necesitaba relajarme un poquito. Me había puesto ya el pijama y con un tazón de cacao bien calentito en la mano, me disponía a ver un rato la televisión cuando inesperadamente sonó el timbre de la puerta. Era extraño. Nadie solía subir al rellano de mi planta sin antes haber llamado desde el telefonillo exterior de la urbanización o desde el portal de mi edificio. Mi perro, como era habitual cada vez que sonaba un timbre, comenzó a ladrar furioso. Sus ladridos eran cada vez más ensordecedores y me provocaron cierta inquietud. Mis padres se habían ido a pasar el puente fuera y yo me había quedado sola en casa. Bueno, sola del todo no, estaba con Rufus.
 
Me daba mucha pereza levantarme pero Rufus seguía ladrando y gruñendo a la vez y el timbre había vuelto a sonar. Por lo general tenía la norma de no abrir la puerta a nadie cuando me encontraba sola en casa, pero era evidente que quien quisiera que estuviera fuera, sabía que la casa estaba habitada y sería de mala educación no abrir, o al menos preguntar quien osaba molestarme a esas horas.
 
Me acordé que era 31 de octubre, y mucha gente celebraba la noche de las brujas o de Halloween. Quizá llamaba algún vecinito para hacer el famoso juego de "truco o trato", pero la verdad es que no me apetecía hacerles ningún paripé.
 
Me levanté del sillón despacio y me deslicé con sigilo hacia la puerta de la entrada tratando de hacer el mínimo ruido. Con delicadeza descorrí la tapita que ocultaba la pequeña mirilla y acerqué mi ojo derecho. Todo estaba oscuro. No se veía nada. Rufus seguía ladrando y resoplando mirando con furia hacia la puerta. Con voz temblorosa pregunté -"¿Quién es?"- pero no obtuve respuesta. El timbre volvió a sonar. Sentía mi corazón latiendo cada vez más intensamente. Miré de nuevo. El descansillo seguía oscuro y no percibía ningún movimiento al otro lado de la puerta. Volví a preguntar, esta vez muy enfadada -"¿Quién está ahí?"-. De repente oí un fuerte ruido metálico, como si alguien estuviera manipulando alguna herramienta y se le hubiera caído al suelo. Empecé a temblar de miedo mientras lanzaba un imperativo desafiante -"¡Como no encienda la luz y diga quién es llamo a la policía!"-.
 
En ese momento sonó el teléfono de casa, corrí a descolgar el aparato pensando que podrían ser mis padres pero al otro lado sólo se oía algo así como golpes metálicos, ¡Eran los mismos ruidos que provenían del otro lado de la puerta!.
 
Todas las luces de la casa se apagaron de repente. El pánico se apoderó de mí, los músculos de mis piernas se paralizaron y las manos me temblaban. Alguien estaba hurgando en la cerradura.
 
Intenté acercarme a la mesa del comedor, recordaba que había dejado allí mi teléfono móvil pero al intentarlo tropecé con la mesa del centro y me hice muchísimo daño en la espinilla. A tientas conseguí alcanzar la mesa y comencé a palpar la superficie buscando el móvil. Todo estaba muy oscuro y Rufus dejó de ladrar. Comencé a sentir un olor apestoso que penetraba desde la puerta de la entrada. ¿Dónde estaba Rufus? No le sentía. Estaba muerta de miedo.
 
Por fin alcancé el móvil, ahora podría llamar a la policía y usar su luz para poder alumbrarme, pero, ¡Oh cielos! no lo había puesto a cargar y apenas quedaba una pequeña raya señalizando la carga de la batería. A un lado de la puerta me pareció ver a Rufus tumbado ¿Qué le pasaba? ¿Por qué no se movía? Le llamé varias veces por su nombre pero no se movía y el móvil definitivamente se apagó.
 
Desde fuera alguien golpeaba la puerta. Sin duda querían abrirla. No sabía qué hacer, había perdido el control y empecé a gritar socorro. Los vecinos seguramente también se habían ido de viaje porque nadie parecía que saliera en mi auxilio. Justo un momento antes de que el móvil se apagara mis ojos se posaron sobre el aparato de la alarma que teníamos instalado en casa. ¡Cómo no me había dado cuenta antes!. A tientas llegué hasta el recibidor tropezando esta vez contra el cuerpo inerte de mi perro. Debían de haber propulsado algún gas a través de las rendijas de la puerta. Tan sólo deseaba que aquello sólo le hubiera dormido. ¡Mi perrito! No podía soportar la idea de que su corazón hubiera dejado de latir.
 
Seguía sin ver nada pero afortunadamente la alarma disponía de batería propia y la pantalla aparecía iluminada lo cual me sirvió de ayuda para guiarme hasta allí y vislumbrar los códigos que debía marcar. Recuerdo que había una tecla para casos de pánico como este. Papá había dibujado un asterisco sobre ella. Justo en el momento en que la puerta se abrió de golpe presioné la tecla y la alarma comenzó a sonar con un ensordecedor grito. Una luz de linterna me deslumbró los ojos. No pude ver quiénes eran aquellas dos o quizás tres personas. Intenté escapar y corrí hacia el salón con intención de salir al balcón. Tropecé varias veces contra paredes y muebles. Sentía cómo uno de ellos me perseguía mientras que otro trataba de detener la alarma. Hablaban un idioma extraño, quizá fuera ruso, polaco o rumano, no lo sé exactamente pero lo cierto es que parecían exaltados y contrariados. Seguramente no esperaban encontrarse aquel estrépito.
 
Sonó el teléfono, sería la compañía de seguridad. Esta vez no podía cogerlo. Conseguí salir al balcón gritando despavorida. Vi a unos vecinos asomados desde el edificio de enfrente. Les pedí socorro y creo que me vieron pero en ese momento sentí un fuerte golpe en mi cabeza y todo se hizo aún más oscuro. No recuerdo que ocurrió después.
 
Desperté dos días después en el hospital. Mis padres me miraban preocupados cogiéndome de las manos. Al abrir los ojos me sonrieron y me abrazaron. Recuerdo que mi madre estaba llorando de emoción. Me dolía la cabeza, intenté tocármela y noté que la tenía vendada. Entonces mi madre me susurró -"Tranquila cariño, la operación ha sido todo un éxito"-. La miré sin entender nada -"¿La operación?"- le pregunté. -"Sí cariño, te han extraído el tumor y lo han analizado, afortunadamente era benigno. En unos meses ya estarás completamente recuperada"-.

domingo, 23 de octubre de 2016

Frente al estrés, ríete

Hay momentos en los que nuestro cuerpo nos pide a gritos poner freno a nuestra alocada vida y aparcar un rato nuestra carrocería en el área de descanso.
 
A veces, sin darnos cuenta, nos sobrecargamos de tareas pensando que somos como supermán, capaces de abordar todos los compromisos en los que nos enredamos, pero cuando llegamos al límite de nuestras capacidades, y continuamos con ese ritmo desmesurado durante un largo periodo de tiempo, nuestro cuerpo, que es muy sabio, empieza a lanzarnos mensajes de alarma indicándonos que hay algo que comienza a fallar. Y es que no podemos conducir permanentemente a más de 120 km/hora por una autopista sin hacer un alto para repostar y estirar las piernas.
 
Cada uno tenemos unas competencias y es importante saber hasta dónde podemos llegar, y cuándo debemos decir no.
 
El agotamiento mental o estrés, puede deberse a diversas causas y no todas están relacionadas con el trabajo. Las obligaciones familiares, las relaciones sociales, el uso que hacemos de la tecnología, el ruido, el tráfico o la crisis económica entre otros, son motivos que pueden llevarnos a situaciones límite. Pero a la hora de sentirnos sobrecargados o incluso "quemados", también pueden influir aspectos internos como por ejemplo la percepción que tenemos de nosotros mismos, tener una excesiva autoestima, la desorganización, el no saber decir no, la falta de asertividad, la dificultad para priorizar o incluso nuestro estilo de pensamiento.
 
¿Cuáles son las señales que nos advierten que estamos entrando en un cuadro de estrés?
 
Te sientes irascible, tienes insomnio o dificultad para conciliar el sueño, no llevas un horario equilibrado de comidas y tienes alteraciones del apetito, te duele la cabeza con frecuencia y sientes tensión muscular, sufres palpitaciones, excesiva sudoración o temblores en manos y pies. Puede que incluso notes otros síntomas como por ejemplo ansiedad o ganas de llorar, el caso es que si comienzas a notar alguno de estos síntomas es muy probable que estés sobrecargando tu vida de obligaciones y deberías comenzar a frenar.

¿Cómo podemos evitar el estrés?
 
Para mantener un equilibrio físico y mental, es muy importante seguir unos hábitos de vida saludables que incluyan una alimentación equilibrada y a sus horas, ejercicio físico regular, dedicar suficientes horas al descanso y aprovechar el tiempo libre, pero sin duda, lo primero que tenemos que hacer es aprender a respirar correctamente.
 
La respiración diafragmática o abdominal  es la forma de respirar idónea ya que facilita transportar más aire a los pulmones, ayuda a oxigenar mejor la sangre y por consiguiente a relajarnos. Para saber si ya practicas este tipo de respiración coloca una mano sobre el pecho y otra sobre el abdomen. Si al inspirar notas que tu pecho se hincha es que estás respirando superficialmente. Para hacerlo correctamente debes llevar el aire que inspiras hasta tu abdomen y sentir que la mano que tienes apoyada ahí se eleva a medida que tus cavidades se van llenando de aire. Aunque parezca complicado, con un poco de práctica se puede conseguir hacerlo de forma automática. Este sistema de respiración tiene muchos beneficios, ayuda a concentrarse, a estudiar, a cantar…
 
Para desconectar, lo mejor es pasarlo bien
El estrés es lo mismo que fatiga mental  por lo que para desconectar de nuestras tensiones, lo mejor que podemos hacer es divertirnos. Sí, eso es, reírnos, pasar tiempo libre con nuestra familia y amigos, realizar actividades que nos proporcionen placer como la horticultura, la pintura la música, o cualquier otra cosa que nos permita evadirnos y liberar la mente de esa tensión que nos lleva a galope.
 
Así que, amigas y amigos, si queréis evitar el estrés, dedicad tiempo a vosotros, a hacer cosas con las que os sintáis a gusto, buscad el contacto con la naturaleza, aprended algún ejercicio de relajación y sobre todo, no dejéis de reír.
 
Recuerda:
 
“La salud no lo es todo, pero sin ella, todo lo demás es nada” - Schopenhauer

domingo, 16 de octubre de 2016

De lo que me he enterado!!!!

Me acababan de contar un chisme de lo más sorprendente y morboso. Un chisme que ya había traspasado fronteras y corría de boca en boca como una de las historias más escandalosas de la ciudad. ¿Podría ser aquello verdad?. Conocemos el dicho: "cuando el río suena agua lleva", pero, ¿quería convertirme en cómplice de tal injuria?. Por supuesto que no.

No era la primera vez que llegaban a mis oídos habladurías acerca de engaños, cuernos y otros líos de compañeros de trabajo, incluso de amigos muy íntimos, pero de niña me enseñaron una regla de oro para la convivencia: "no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti", a la que por experiencia suelo añadir: "no creas todo lo que te cuenten". Por lo tanto, no sólo hago oídos sordos a las críticas maliciosas, sino que intento frenar la rueda de enredos poniendo en tela de juicio la veracidad de los hechos. Sólo así puedo sentirme bien con mi propia conciencia.

Tan sólo imagínate cómo te sentirías si de repente te enteras de que eres la comidilla del trabajo, el foco de atención de todo el barrio, y todo porque un día, a un despreciable personajillo se le ocurrió la jugosa idea de decir, por ejemplo, que estabas liada con tu jefe, siendo por supuesto absolutamente falso. ¿Cómo reaccionarías?. ¿Cómo se sentiría tu pareja, tus hijos o tu familia?. ¿Cómo influiría eso en tu forma de vida?.

 Calumniar e injuriar a alguien son asuntos muy graves, son delitos contra el honor que además son querellables. Así que antes de hablar mal de alguien, deberíamos pensarlo tres veces y preguntarnos si la información es cierta, si se va a utilizar para algo bueno y si es verdaderamente útil para la otra persona.

Dejemos a cada uno vivir su vida, respetemos sus decisiones personales y evitemos lanzar y difundir injurias que denigren la integridad de la gente porque de lo contrario, no sólo podríamos hacernos responsables de crear un daño, a veces irreparable, sino que se trata de una de las bajezas más grandes del ser humano que esconde personalidades envidiosas, soberbias, aburridas, insatisfechas y llenas de rencor. 

¿Quiénes somos para juzgar la vida de los demás? 

Vivamos nuestra vida, solucionemos nuestros propios problemas y tratemos de ser felices sin necesidad de desacreditar la conducta del prójimo para ensalzar la nuestra. Porque al fin y al cabo, las personas que disfrutan criticando con maldad, dicen mucho de sí mismas con su actitud, y eso, lo define muy bien la siguiente frase: "Lo que dice Juan de Pepe dice más de Juan que de Pepe". Así que tenlo en cuenta la próxima vez que te vengan con cotilleos y no te fíes del mensajero.


Recuerda: antes de criticar pregúntate si es cierto, si es bueno y si es útil.








domingo, 9 de octubre de 2016

Un diablillo en la carretera

El otro día tuve una experiencia de esas que te marcan el día, y es que cuando uno se pone la gorra de conductor, brota el diablillo que llevamos dentro y que nos hace reaccionar de forma inesperada y sorprendente.
 
Hasta yo, que me tengo por una persona pacífica y conciliadora, cuando me pongo ante el volante, puedo convertirme en toda una "conductora agresiva" y soltar cualquier improperio que, en mi sano juicio, sería incapaz de decir. Por eso, tengo por norma tomarme cada trayecto con calma y disfrutar escuchando música, cantando y sonriendo, eso sí, sin apartar los cinco sentidos de la carretera.

Sin embargo, a pesar de poner la mejor de mis intenciones para que todo marche sobre ruedas, a veces viene alguien y me toca la fibra sensible. ¡Y es que no soporto que me piten!.
 
Por la cuenta que me trae, siempre trato de respetar las normas de conducir, por lo tanto, que me pisen los talones para achucharme o que me toquen el claxon para que acelere -cuando encima ya he sobrepasado los límites de velocidad- me ataca los nervios, y no sólo eso, como además me parece una falta de respeto, de educación y de civismo, suelo reaccionar de manera contraria a la que esperan, es decir, que ante los achuchones, yo lo que hago es pisar el freno e ir más despacio :-).

Pues estaba ese día dando vueltas por las inmediaciones de mi oficina en la difícil tarea de encontrar un sitio donde aparcar, cuando un tipo desde una furgoneta roja empezó a pitarme y a hacer aspavientos para que acelerase la marcha. Aunque pisé un poco el acelerador, tuve que seguir escuchando la molesta bocina y viendo sus gestos zafios a través del retrovisor.

Mi diablillo estaba a punto de hacer su aparición cuando de repente vi a lo lejos cómo alguien se preparaba para sacar su coche de una plaza. Con una alegría inmensa me acerqué y conecté el intermitente para señalizar el aparcamiento. Aún así, el tipo barbudo de la furgoneta no paraba de pitarme para que le dejara pasar. De verdad que ya no lo podía soportar. ¡Con lo feliz que me había levantado aquella mañana! 

Pero no acaba aquí la cosa, justo cuando me disponía a aparcar en el sitio que había quedado libre, de repente aparece un individuo y se planta en medio de la plaza que yo ya consideraba mía. Ni corta ni perezosa, atravesé el coche con ademán de aparcar y me coloqué justo delante de él indicándole con gestos que se apartara.

Como el de barbas seguía pitando y este nuevo personaje no tenía intención de moverse, directamente apagué el motor y me crucé de brazos a esperar que mi contrincante se marchara por su propia voluntad. Y mientras tanto, él me decía que el sitio era suyo y yo le contestaba que dónde estaba su coche, que yo había llegado antes. Y a su vez él me replicaba que necesitaba el sitio porque iba a trabajar todo el día por allí, y yo le hacía entender que yo no me iba precisamente de fiesta a esas horas.

El caso es que en un par de minutos se había formado una inmensa cola detrás del barbas que seguía pitando pidiéndome, esta vez con razón, que le dejara pasar. ¡Me sentí la persona más bucéfala del mundo!.

Y justo cuando empezaba a plantearme si debía darme por vencida, dejar el sitio al tipo ese y dar cincuenta mil vueltas más para encontrar otro lugar, apareció por mi derecha una personita que plantó  cara al grandullón ordenándole con una seguridad aplastante  que me dejara aparcar.

¡No me lo podía creer!. Yo, que había cerrado las ventanas, había puesto el seguro y me sentía mala malísima, una criatura angelical, de dulces rizos vaporosos consiguió mover de allí a aquella mole que no daba crédito a cómo una mujer tan chiquitita le pudiera dar órdenes de aquel modo.

Por supuesto di las gracias a mi heroína y me disculpé por el atasco que había provocado, y ella, muy tranquila, me contestó que no me preocupara porque yo tenía toda la razón. 

Finalmente conseguí aparcar y cuando me desabroché el cinturón, respiré hondo y me sentí francamente incómoda con la situación que había generado. Me quedé sentada un rato para reflexionar sobre lo que había pasado.  Quizá me había sobrepasado con mi actitud pero además, me asaltó la duda de si a consecuencia del problema alguien me podría pinchar las ruedas o hacerme alguna faena similar. Afortunadamente nada de eso ocurrió.
 
La verdad es que nunca sabes la reacción de la gente ante diversas situaciones y por eso siempre suelo evitar cualquier enfrentamiento con personas desconocidas. En esta ocasión sentí la necesidad de hacer valer mis derechos pero  es cierto, que si no hubiera sido por mi angelical heroína, no sé cómo habría acabado esta historia.
 
Y tú, ¿Qué hubieras hecho en mi lugar?

sábado, 1 de octubre de 2016

Un paseo, una experiencia y una canción


Desde la barandilla del mirador de la Providencia, las tres, mirábamos embelesadas cómo embestían las olas contra el acantilado. El paseo hasta allí nos había parecido largo y caluroso debido a las empinadas cuestas y al tórrido sol del mediodía. 

Refugiadas bajo unos sombreros de paja y aferradas a nuestras botellas de agua, recorrimos el camino entretenidas, observando los bellos paisajes y haciendo divertidos selfies con el teléfono móvil.
 
El penetrante aroma que desprendía el bravísimo mar, me hizo evocar otros tiempos en los que la costa Cantábrica formaba parte de la cotidianidad de mi más tierna infancia.

Mi hija también se dejó embriagar por aquellas sensaciones pero sus pensamientos estaban en otro lugar, su mirada se dirigía hacia las alturas, donde coloridos parapentes planeaban bordeando el litoral, desafiando atrevidos la ley de gravedad. Ella deseaba estar allí arriba, volar como un pájaro, sentir el viento en su cara y notar el abismo bajo sus pies. Su juventud le impulsaba a experimentar nuevas aventuras y además, estaba impaciente por estrenar su novísima cámara de vídeo Go-Pro.

Las vacaciones en Asturias estaban siendo fantásticas. Aquella era una oportunidad para convivir abuela, madre e hija de manera relajada y cordial. Atrás dejamos nuestras diferencias y los malentendidos que, en tantas otras ocasiones, nos habían hecho entrechocar. Aquel era un viaje obligado y postergado, pues no habíamos tenido el valor suficiente, para enfrentarnos antes a los recuerdos que podían emanar de todos aquellos lugares tan vividos en el pasado.

Gijón relucía bajo el sol estival. Sus cuidadas calles estaban rebosantes de vida y sus esmerados escaparates, eran un imán para la adolescente, que los miraba con exaltación. La ciudad seguía manteniendo su actividad en calles y bares. Todo parecía estar en su sitio, tal y como lo habíamos dejado años atrás. Apenas algún pequeño detalle; un monumento nuevo aquí, una nueva tienda allá. Sin embargo, algo mucho más profundo había cambiado para siempre.

El Muro, o "paseo del colesterol", como se conoce familiarmente a la avenida que se extiende a lo largo de la playa de San Lorenzo, resultaba ser un hervidero de gente de lo más variopinta; tranquilos paseantes, ávidos deportistas, surferos con sus tablas, ciclistas, jubilados, perros con dueños y turistas sofocados por un calor que muy probablemente no habían llegado a prever.

En la playa, unos tomaban el sol refugiados junto a las escaleras de acceso, mientras que otros, se fundían en las gélidas olas que llegaban desafiantes y burlonas a la orilla. Era refrescante sentir bajo los pies esa arena húmeda que nunca se seca porque, cada día, la pleamar sube mágicamente borrando cualquier huella humana, y advirtiendo a todos los mortales de su imponente poder.

Aquel día, las tres mujeres emprendimos un largo y bello recorrido hacia la Providencia. Atrás dejamos la hermosa ciudad y agotamos el Muro internándonos por caminos algo más solitarios y recónditos. Íbamos entonando canciones y a menudo nos parábamos para contemplar hipnotizadas el mar.

Desde la barandilla de la Providencia, se oyó un ahogado lamento. Con el viento en contra y entre sofocos y sollozos, apenas fui capaz de inspirar el aire necesario para entonar aquella canción, “Lacrimosa”, esa que ya nunca podría volver a cantar sin sentirme estremecida, sin notar los ojos humedecidos por alguna lágrima huidiza. Con esa pieza de Mozart me despedí ilusionada de él, sin saber que aquel sería nuestro último adiós.

Necesitaba interpretarla de nuevo, que las notas alcanzaran el viento, que se depositaran sobre el mar y se fundieran con la blanca espuma. Deseaba que mi voz llegase a la orilla, justo allí, donde su fragancia dormía mecida por las olas en un eterno sueño; justo allí, en el lugar que tanto disfrutó y amó.

Las tres mujeres, llorando, nos estrechamos en un compasivo abrazo, resignadas por el devenir de la vida y el acontecer de la muerte. Antes de emprender el regreso a casa, una joven consiguió convertirse, por fin, en un pájaro de inmensas alas de vivos colores, y surcó el cielo sonriendo feliz, con la sensación de sentirse protegida, desde aquel bellísimo lugar, por el inolvidable amor de su abuelo.