sábado, 1 de octubre de 2016

Un paseo, una experiencia y una canción


Desde la barandilla del mirador de la Providencia, las tres, mirábamos embelesadas cómo embestían las olas contra el acantilado. El paseo hasta allí nos había parecido largo y caluroso debido a las empinadas cuestas y al tórrido sol del mediodía. 

Refugiadas bajo unos sombreros de paja y aferradas a nuestras botellas de agua, recorrimos el camino entretenidas, observando los bellos paisajes y haciendo divertidos selfies con el teléfono móvil.
 
El penetrante aroma que desprendía el bravísimo mar, me hizo evocar otros tiempos en los que la costa Cantábrica formaba parte de la cotidianidad de mi más tierna infancia.

Mi hija también se dejó embriagar por aquellas sensaciones pero sus pensamientos estaban en otro lugar, su mirada se dirigía hacia las alturas, donde coloridos parapentes planeaban bordeando el litoral, desafiando atrevidos la ley de gravedad. Ella deseaba estar allí arriba, volar como un pájaro, sentir el viento en su cara y notar el abismo bajo sus pies. Su juventud le impulsaba a experimentar nuevas aventuras y además, estaba impaciente por estrenar su novísima cámara de vídeo Go-Pro.

Las vacaciones en Asturias estaban siendo fantásticas. Aquella era una oportunidad para convivir abuela, madre e hija de manera relajada y cordial. Atrás dejamos nuestras diferencias y los malentendidos que, en tantas otras ocasiones, nos habían hecho entrechocar. Aquel era un viaje obligado y postergado, pues no habíamos tenido el valor suficiente, para enfrentarnos antes a los recuerdos que podían emanar de todos aquellos lugares tan vividos en el pasado.

Gijón relucía bajo el sol estival. Sus cuidadas calles estaban rebosantes de vida y sus esmerados escaparates, eran un imán para la adolescente, que los miraba con exaltación. La ciudad seguía manteniendo su actividad en calles y bares. Todo parecía estar en su sitio, tal y como lo habíamos dejado años atrás. Apenas algún pequeño detalle; un monumento nuevo aquí, una nueva tienda allá. Sin embargo, algo mucho más profundo había cambiado para siempre.

El Muro, o "paseo del colesterol", como se conoce familiarmente a la avenida que se extiende a lo largo de la playa de San Lorenzo, resultaba ser un hervidero de gente de lo más variopinta; tranquilos paseantes, ávidos deportistas, surferos con sus tablas, ciclistas, jubilados, perros con dueños y turistas sofocados por un calor que muy probablemente no habían llegado a prever.

En la playa, unos tomaban el sol refugiados junto a las escaleras de acceso, mientras que otros, se fundían en las gélidas olas que llegaban desafiantes y burlonas a la orilla. Era refrescante sentir bajo los pies esa arena húmeda que nunca se seca porque, cada día, la pleamar sube mágicamente borrando cualquier huella humana, y advirtiendo a todos los mortales de su imponente poder.

Aquel día, las tres mujeres emprendimos un largo y bello recorrido hacia la Providencia. Atrás dejamos la hermosa ciudad y agotamos el Muro internándonos por caminos algo más solitarios y recónditos. Íbamos entonando canciones y a menudo nos parábamos para contemplar hipnotizadas el mar.

Desde la barandilla de la Providencia, se oyó un ahogado lamento. Con el viento en contra y entre sofocos y sollozos, apenas fui capaz de inspirar el aire necesario para entonar aquella canción, “Lacrimosa”, esa que ya nunca podría volver a cantar sin sentirme estremecida, sin notar los ojos humedecidos por alguna lágrima huidiza. Con esa pieza de Mozart me despedí ilusionada de él, sin saber que aquel sería nuestro último adiós.

Necesitaba interpretarla de nuevo, que las notas alcanzaran el viento, que se depositaran sobre el mar y se fundieran con la blanca espuma. Deseaba que mi voz llegase a la orilla, justo allí, donde su fragancia dormía mecida por las olas en un eterno sueño; justo allí, en el lugar que tanto disfrutó y amó.

Las tres mujeres, llorando, nos estrechamos en un compasivo abrazo, resignadas por el devenir de la vida y el acontecer de la muerte. Antes de emprender el regreso a casa, una joven consiguió convertirse, por fin, en un pájaro de inmensas alas de vivos colores, y surcó el cielo sonriendo feliz, con la sensación de sentirse protegida, desde aquel bellísimo lugar, por el inolvidable amor de su abuelo.

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