sábado, 30 de abril de 2016

Julieta

El sábado pasado fui al cine. Tenía ganas de ver la última de Almodóvar y, como suelo hacer, allí me aventuré sin haber leído críticas ni haber escuchado comentarios sobre la película. Al entrar en la sala me invadió un enorme pesar, estaba prácticamente vacía lo que me hizo presagiar lo peor teniendo en cuenta que el estreno se había celebrado apenas una semana antes. Sin embargo aquí estoy, escribiendo un post sobre la película y es que a pesar de este pronóstico, sí, Julieta me gustó y me llegó a lo más hondo.
 
Mi interés por Almodóvar viene de muy lejos aunque no soy fan incondicional. Entre su filmografía hay películas que me encantan y otras que me horrorizan, pero lo cierto es que la genialidad del manchego de la alfombra roja nunca me deja indiferente porque nadie como él sabe mostrarnos una cotidianeidad, a veces sórdida y otras compleja, que tantas veces pasamos por alto.
 
Pedro es sobre todo un contador de relatos sobre mujeres que se convierten en heroínas llevando a la pantalla sus rarezas, sus miedos, sus esquizofrenias y por supuesto una amplia gama de respuestas a sus sentimientos. Y para eso hay que tener la sensibilidad especial que él tiene, hay que ser un gran observador y percibir hasta los más pequeños detalles.
 
Almodóvar escudriña en cada una de sus historias y desmenuza cada personaje observando hasta el más nimio detalle para sorprendernos recreando ambientes llevados al extremo, aunque siempre creíbles, y consigue descubrirnos esas otras realidades que a menudo no queremos ver. Y es que con esa particular percepción que él tiene y con ese  extraordinario talento para reflejar la vida corriente de la gente, a lo largo de los años nos ha ido sorprendiendo con un cartel de estrafalarios pero adorables personajes que no son más que un reflejo de una sociedad que convive en nuestras ciudades, en nuestros pueblos, y con los que a menudo nos cruzamos con recelo por la calle sin preocuparnos qué historia esconde cada uno ni qué secretos guarda cada historia. 
 
En su última película no busques risas ni extravagancias más allá del impresionante papel que hace Rosy de Palma como siniestra ama de llaves. En esta ocasión Almodóvar rebusca en los sentimientos y nos ofrece un drama delicado y profundo que cuenta la historia de su protagonista, Julieta, soberbiamente interpretada por Emma Suárez y Adriana Ugarte en dos periodos diferentes de su vida, y a pesar de sus diferencias físicas, el director ha conseguido fundirlas en una sola para presentarnos dos caras de un mismo personaje, la Julieta joven y ochentera, enamorada y aventurera, y una Julieta madura y destrozada, que guarda para sí un secreto que finalmente decide desvelar y enfrentarse a él por mucho que le atormente.
 
La protagonista es una mujer que necesita ser amada, que huye de la soledad y que perdona y respeta la vida de los demás aunque eso le hiera hasta en lo más profundo. Julieta nos habla del transcurso del tiempo, de los avatares que nunca te esperas,  de la necesidad de comunicación, de la lucha interior entre lo que uno espera y lo que los demás son capaces de dar. Es también  una historia en la que se habla de la amistad, del consuelo, de la enfermedad implacable, de la muerte, de la libertad y por encima de todo del amor.
 
Se trata de un drama donde por supuesto hay lugar para las lágrimas, pero que además está envuelto en un halo de intriga que te mantiene todo tiempo en alerta deseando descubrir el desenlace de la historia que al final queda abierto a la interpretación de cada uno, en un final que se intuye pero que realmente no queda del todo satisfecho, el misterio sigue quedando en el aire.

Podría decir muchas más cosas de la película, cómo describe los diferentes estilos de vida en un pueblo pesquero de Galicia, en un pueblo de Andalucía y cómo no en Madrid. Podría decir como dato curioso que Elena Benarroch aparece de espaldas cocinando en su propia cocina, que aparecen otros pequeños cameos apenas reconocibles pero que dan el toque almodovareño inconfundible al filme.

Y hasta aquí puedo contar.

sábado, 2 de abril de 2016

La Bella Donostia, una ciudad que enamora


Siempre había oído hablar de San Sebastián como una de las ciudades más bonitas de España y aunque nunca lo puse en duda quería comprobarlo por mí misma, así que este año nos decidimos por fin a pasar las vacaciones de Semana Santa en este precioso lugar que nos cautivó desde el primer momento. 


Quizá sea por mi condición de montañesa y de haber nacido en Cantabria que adoro el norte, sus pueblos, sus gentes, sus prados verdes y sobre todo ese mar azul intenso que impone fuerza y carácter a esta bella tierra. Por eso, cada vez que lo visito me siento como si volviera a mis raíces, a mi casa, y en esta ocasión no ha sido para menos, no en vano algún apellido vasco tengo.

He de decir que descubrir Donostia y sus alrededores ha sido todo un planazo. Desde el hotel Gudamendi en el que estuvimos alojados, en lo alto del Monte Igeldo, la panorámica de la ciudad es inmejorable y aunque tiene el inconveniente de que es necesario utilizar el coche para ir y venir al centro de la ciudad, merece la pena por la tranquilidad y el espacio natural que ofrece, aparte de que permiten llevar mascotas, lo cual fue casi el motivo principal por el que escogimos este alojamiento que para nosotros fue todo un acierto.

Lo primero que llama la atención cuando se llega a Donosti es la tranquilidad de sus calles y la majestuosidad de sus edificios que evocan tiempos de la Belle Époque en los que la aristocracia española escogió esta ciudad como lugar de veraneo siguiendo los pasos de Isabel II. Desde entonces, San Sebastián se ha vestido de palacetes y delicados ornamentos urbanos que le dan un  toque de distinción y son una marca inconfundible de la ciudad.

San Sebastián, o lo que es lo mismo, Donostia, es señorial y vanguardista, surfera y chic, abertzale y moderna. Es ante todo una ciudad que es fiel a sus tradiciones y que vive abierta a toda cultura respetando las diferentes corrientes y tendencias que allí confluyen. Y es precisamente en el Paseo de la Concha, lugar emblemático de la ciudad, donde pudimos apreciar este ir y venir de personajes dispares, tan distintos entre sí pero vinculados por una ciudad que acoge a todos y a cada uno de ellos, y sí, a turistas como nosotros también.

La Playa de la Concha es una de las tres playas urbanas que bordean la ciudad y es sin duda la más enigmática y bella de todas ellas. Abrazada por los montes Igeldo y Urgull, me llamó la atención su forma envolvente y la placidez de sus aguas que suben y bajan al compás de las mareas y que contrasta con la bravura de las olas que azotan toda la costa cantábrica y en especial, en Donosti, a la playa de Zurriola, santuario por excelencia de surferos que disfrutan con sus tablas y trajes de neopreno galopando sobre las embravecidas olas. La Concha es símbolo de la ciudad y es obligado disfrutar de su paseo dejándose hipnotizar por su mar, por el suave colorido de sus atardeceres, descubrir los misteriosos palacetes que miran desde el otro lado de la carretera  o incluso dejarse asombrar por alguno de los espectáculos que a menudo improvisan un sinfín de artistas callejeros.

Son muchas las cosas que nos enamoraron de esta ciudad, su estilizada catedral del Buen Pastor, sus románticos puentes sobre el río Urumea, el Palacio Miramar que destaca sobre la bahía con un estilo muy diferente al que ostentan el resto de edificios y que me recordó un poco a los típicos cottages ingleses, los jardines tan bellamente dispuestos por diversos enclaves de la ciudad, el paseo del Boulevard, el ambientazo de la Parte Vieja, y por supuesto su gran oferta gastronómica que seduce a todo el que le guste el buen yantar. A nosotros nos encantó probar sus deliciosos pintxos y aprovechamos que todavía estábamos en la temporada txotx para degustar la refrescante sidra natural y cómo no el afamado txacolí.

En nuestra escapada a Donostia no pudimos resistirnos a acercarnos a nuestro país vecino a conocer la bonita y elegante ciudad costera de Biarritz, y otra vez, de nuevo, en Euskadi, visitar otros afamados pueblos con un arraigado sabor a mar como Mutriku, Getaria y Zarautz donde el carácter del pueblo vasco se asoma en cada uno de sus rincones, despertando los sentidos a todo aquel que se deja llevar por la belleza de sus paisajes, la alegría de sus gentes reflejada en su música, en sus danzas, en su afición por el deporte y en particular por la bicicleta. En definitiva, Donostia es un destino obligado con múltiples planes que poder hacer y donde no me cansaría de visitar una y otra vez.