Siempre había oído hablar de San Sebastián como una de las ciudades más bonitas de España y aunque nunca lo puse en duda quería comprobarlo por mí misma, así que este año nos decidimos por fin a pasar las vacaciones de Semana Santa en este precioso lugar que nos cautivó desde el primer momento.
Quizá sea por mi condición de montañesa y de haber nacido en Cantabria que adoro el
norte, sus pueblos, sus gentes, sus prados verdes y sobre todo ese mar azul
intenso que impone fuerza y carácter a esta bella tierra. Por eso, cada vez que lo visito me siento como si volviera a mis raíces, a mi casa, y en esta ocasión no ha sido para menos, no en vano algún apellido vasco tengo.
He de decir que descubrir Donostia y sus alrededores ha sido
todo un planazo. Desde el hotel Gudamendi en el que estuvimos alojados, en lo
alto del Monte Igeldo, la panorámica de la ciudad es inmejorable y aunque tiene
el inconveniente de que es necesario utilizar el coche para ir y venir al
centro de la ciudad, merece la pena por la tranquilidad y el espacio natural
que ofrece, aparte de que permiten llevar mascotas, lo cual fue casi el motivo
principal por el que escogimos este alojamiento que para nosotros fue todo un
acierto.
Lo primero que llama la atención cuando se llega a Donosti es
la tranquilidad de sus calles y la majestuosidad de sus edificios que evocan tiempos
de la Belle Époque en los que la aristocracia española escogió esta ciudad como
lugar de veraneo siguiendo los pasos de Isabel II. Desde entonces, San Sebastián
se ha vestido de palacetes y delicados ornamentos urbanos que le dan un toque de distinción y son una marca
inconfundible de la ciudad.
San Sebastián, o lo que es lo mismo, Donostia, es señorial y
vanguardista, surfera y chic, abertzale y moderna. Es ante todo una ciudad que es
fiel a sus tradiciones y que vive abierta a toda cultura respetando las
diferentes corrientes y tendencias que allí confluyen. Y es precisamente en el
Paseo de la Concha, lugar emblemático de la ciudad, donde pudimos apreciar este
ir y venir de personajes dispares, tan distintos entre sí pero vinculados por una ciudad que acoge a todos y a cada uno de ellos, y sí,
a turistas como nosotros también.
La Playa de la Concha es una de las tres playas urbanas que
bordean la ciudad y es sin duda la más enigmática y bella de todas ellas. Abrazada
por los montes Igeldo y Urgull, me llamó la atención su forma envolvente y la placidez
de sus aguas que suben y bajan al compás de las mareas y que contrasta con la
bravura de las olas que azotan toda la costa cantábrica y en especial, en
Donosti, a la playa de Zurriola, santuario por excelencia de surferos que
disfrutan con sus tablas y trajes de neopreno galopando sobre las embravecidas olas.
La Concha es símbolo de la ciudad y es obligado disfrutar de su paseo dejándose
hipnotizar por su mar, por el suave colorido de sus atardeceres, descubrir los misteriosos palacetes que miran desde el
otro lado de la carretera o incluso dejarse
asombrar por alguno de los espectáculos que a menudo improvisan un sinfín de artistas
callejeros.
Son muchas las cosas que nos enamoraron de esta ciudad, su
estilizada catedral del Buen Pastor, sus románticos puentes sobre el río
Urumea, el Palacio Miramar que destaca sobre la bahía con un estilo muy
diferente al que ostentan el resto de edificios y que me recordó un poco a los
típicos cottages ingleses, los jardines tan bellamente dispuestos por diversos
enclaves de la ciudad, el paseo del Boulevard, el ambientazo de la Parte Vieja,
y por supuesto su gran oferta gastronómica que seduce a todo el que le guste el
buen yantar. A nosotros nos encantó probar sus deliciosos pintxos y aprovechamos
que todavía estábamos en la temporada txotx para degustar la refrescante sidra natural
y cómo no el afamado txacolí.
En nuestra escapada a Donostia no pudimos resistirnos a
acercarnos a nuestro país vecino a conocer la bonita y elegante ciudad costera de Biarritz, y otra vez, de nuevo, en Euskadi, visitar otros afamados pueblos con un arraigado
sabor a mar como Mutriku, Getaria y Zarautz donde el carácter del pueblo vasco
se asoma en cada uno de sus rincones, despertando los sentidos a todo aquel que
se deja llevar por la belleza de sus paisajes, la alegría de sus gentes reflejada
en su música, en sus danzas, en su afición por el deporte y en particular por
la bicicleta. En definitiva, Donostia es un destino obligado con múltiples
planes que poder hacer y donde no me cansaría de visitar una y otra vez.
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