Esta semana hemos celebrado el día mundial de la Madre Tierra, el día del Libro y el día de la Creatividad e Innovación. Esto último me ha hecho regresar a mi infancia y recordar cuánto me gustaba disfrazarme cuando era una niña. Desde muy pequeña me encantaba revolver en el armario de mi abuela y, de puntillas, buscaba alguna prenda que me pudiera poner. Habían unas cortinas de gasa que eran mi debilidad. Las doblaba por la mitad sobre un gran lazo que servía para fruncir la tela y ajustármela a la cintura. Las cortinas quedaban como una falda abullonada, con mucho vuelo, larga hasta los pies, y yo daba vueltas y vueltas y me miraba al espejo sintiéndome una princesa.
¡Cómo disfrutaba en la casa de mis abuelos! Allí podía hacer lo que no podía en mi propio hogar, lleno de estrictas normas y prohibiciones. Allí podía desplegar la imaginación y hacer todo lo que se me ocurría, desde ponerme la ropa de mi abuela, sus pequeñas joyas, su peluca, sus zapatos… hasta hacer potingues en la cocina con harina, azúcar, y a veces ¡hasta con huevos!.
Como la mayoría de los niños gozaba de una creatividad desbordante y una simple silla me servía de cocinita, coche, avión o incluso de casa para las muñecas. Todo dependía de cómo volteara la silla. ¡La de veces que me subí al respaldo de aquel sillón de sky! Me imaginaba que era un fabuloso corcel y con él viajaba galopando a todos los lugares remotos con los que soñaba. La verdad es que a pesar de ser hija única nunca he llegado a sentir aburrimiento, es más, posiblemente gracias a este hecho desarrollé una gran capacidad para inventar juegos a los que podía jugar y pasar el rato yo sola. Quizás por eso considero que los niños no necesitan tantos juguetes ni estar tan pendientes de ellos a todas horas. Creo que es bueno dejar a los niños tiempo y espacio para que estén a su aire y puedan despertar su imaginación con libertad e independencia de los padres o cuidadores, permitirles que ellos mismos construyan sus propios juegos y que de su cabecita broten ideas originales y frescas, sin contaminarlas con la forma en que los adultos vemos el mundo.
Mis abuelos me dejaban hacer todo eso y se miraban sonriendo cada vez que yo aparecía con una nueva ocurrencia.
Como la mayoría de los niños gozaba de una creatividad desbordante y una simple silla me servía de cocinita, coche, avión o incluso de casa para las muñecas. Todo dependía de cómo volteara la silla. ¡La de veces que me subí al respaldo de aquel sillón de sky! Me imaginaba que era un fabuloso corcel y con él viajaba galopando a todos los lugares remotos con los que soñaba. La verdad es que a pesar de ser hija única nunca he llegado a sentir aburrimiento, es más, posiblemente gracias a este hecho desarrollé una gran capacidad para inventar juegos a los que podía jugar y pasar el rato yo sola. Quizás por eso considero que los niños no necesitan tantos juguetes ni estar tan pendientes de ellos a todas horas. Creo que es bueno dejar a los niños tiempo y espacio para que estén a su aire y puedan despertar su imaginación con libertad e independencia de los padres o cuidadores, permitirles que ellos mismos construyan sus propios juegos y que de su cabecita broten ideas originales y frescas, sin contaminarlas con la forma en que los adultos vemos el mundo.
Volviendo a mi infancia, recuerdo también que me gustaba jugar con las muñecas, hacerles vestidos y peinados. Yo era como el hada madrina de Cenicienta, pero en vez de una varita mágica, poseía imaginación. Mis muñecas no tenían carrozas ni castillos de plástico, pero mis zapatillas de andar por casa se convertían en elegantísimos descapotables en los que se montaban para ir a ver a sus amigas. Lo mío era inventar historias y si no tenía muñecas utilizaba por ejemplo la sota, el caballo y el rey de las cartas de la baraja para reconstruir aventuras, o si me encontraba pasando un día en la playa o en el campo, me dedicaba a buscar palitos, algas, tapones, cajas de cerillas, etc, y con ellos construía casitas en la arena cuyos habitantes eran, por supuesto, los palos de helados que me encontraba.
Y me gustaba dibujar. Me pasaba las horas dibujando princesas o cualquier otra cosa, pero sobre todo me encantaba leer. Descubrí a Enid Blyton con 6 ó 7 años y desde entonces me hice una ávida lectora de cuentos que no me cansaba de leer y releer una y otra vez pues en aquella época no tenía la suerte de poder conseguir libros nuevos fácilmente y había que esperar a Reyes o al cumpleaños para recibir ese regalo tan esperado. De mis primeras lecturas recuerdo con gran cariño los libros de los Cinco que aún conservo, luego vinieros las Mellizas O'Sullivan, Los Secretos... y por supuesto también cuentos de hadas como los de la Condesa de Ségur o clásicos como Tom Sawyer, la cabaña del tío Tom, Heidi, Sissi, Mujercitas...
¡Cuánto le debo a mis amigos los libros! ¡Qué ratos tan emocionantes me hicieron pasar y qué recuerdos guardo de aquellas tardes de lectura en el balcón de mi casa!
La lectura ha sido siempre una gran inspiración en mi vida y de cada libro siempre he conseguido aprender algo nuevo. Y es que leer es imprescindible para nuestro desarrollo porque nos permite vivir experiencias que de otra forma nunca hubiéramos podido imaginar. Los libros nos muestran otras formas de vida, otros lugares y costumbres, nos abren la mente a nuevos pensamientos y se convierten en un gran nutriente para nuestra creatividad.
Por eso, a pesar de que muchas veces sentimos que nos faltan horas y que por otro lado la tele y las redes sociales nos roban gran parte de nuestro tiempo de ocio, deberíamos reservar siempre un momento para leer, destinar para la lectura un lugar cómodo y bien iluminado, alejado de ruidos e interrupciones pero al mismo tiempo abierto al resto de la familia para poder compartir con ellos, y sobre todo con nuestros hijos, una afición que les llevará no sólo a aprender sino a disfrutar de mil y una historias que sin duda añadirán luz y color a sus vidas.